
Historia real de posesión demoníaca: el caso de Agaroth
Nunca imaginé que una llamada de madrugada acabaría convirtiéndose en mi última noche como yo mismo. No lo supe entonces, pero a las 02:17 de aquel jueves, mientras contestaba el teléfono del 112, una grieta se abrió entre este mundo y algo que no debería existir.
No soy de los que creen en fantasmas. Tampoco en demonios. Al menos, no lo era. Ahora no me queda más remedio que creer… porque lo que me llevó al número 14 de la calle Herrera no era un humano, y lo que volvió de allí… tampoco lo soy yo.
La voz era femenina, jadeante, como si llevara corriendo horas:
—Está en la puerta… —dijo— no… no tiene cara…
—Señora, cálmese. ¿Quién está ahí?
Silencio. Luego, un susurro que me puso la piel de gallina:
—No abras la puerta de abajo…
Un ruido seco. Algo metálico chocando contra madera. Un grito que no sonó humano. Y después, un goteo húmedo, constante, como carne cayendo. La línea siguió abierta.
Cuando llegamos, la calle estaba vacía. La luz de las farolas parecía enferma, amarillenta, como si la electricidad también temiera mirar. El portal era de madera verde, hinchada por años de humedad, cubierto de arañazos profundos, casi hasta el pomo.
Una vecina del segundo asomó, con bata de flores y un crucifijo apretado en la mano.
—Golpes… toda la noche… y voces —dijo.
—¿Qué voces?
Sus labios temblaron.
—Decían mi nombre. Como en misa… pero riéndose.
Subimos. El silencio era tan espeso que sentías cómo apagaba tus pasos. La puerta del tercero estaba entreabierta. La linterna apenas penetraba en la oscuridad; la luz parecía tragada.
El pasillo olía a humedad… y a algo dulce y podrido. Antes del salón, el primer cuerpo.
Un hombre, desnudo de cintura para arriba, piel grisácea, ojos completamente blancos. No tenía heridas visibles de entrada, pero el pecho estaba abierto en canal y… vacío. Ni órganos, ni sangre, ni nada. Solo un hueco oscuro.
El segundo cuerpo estaba en el dormitorio. Ella. La cabeza girada ciento ochenta grados, congelada en una sonrisa seca, como si el rigor mortis hubiera atrapado un gesto de burla. Los ojos abiertos, mirando a la nada.
La cama estaba empapada. No solo de sangre: un líquido aceitoso, negro, chorreaba al suelo, con un olor metálico y dulzón. En el colchón, huellas de manos pequeñas, como de niños, rodeaban el cuerpo.
Sobre la mesita, un teléfono encendido. La grabadora seguía abierta.
[Tres golpes secos]
VOZ DE MUJER: ¿Quién es?
VOZ GRAVE: No abras la puerta de abajo.
[Silencio]
VOZ GRAVE: Ahora sí.
[Grito. Madera rompiéndose. Arrastre. Gorgoteo].
El análisis reveló frecuencias imposibles para la voz humana, y otras tan bajas que parecían rugidos animales mezclados con palabras en otro idioma.
En el archivo municipal encontré una referencia de 1971: una trampilla en el portal había sido sellada con tablones tras hallar huesos humanos en su interior.
Un anciano del barrio me recibió en su cocina. El café olía fuerte, pero no tanto como el miedo en el aire.
—Esa trampilla lleva ahí más tiempo del que quieres saber. La puerta de abajo… —bajó la voz—. Si golpeas tres veces y dices un nombre, él escucha. Y cuando él diga “ahora sí”… estás perdido.
Le pregunté quién era “él”. No contestó. Solo hizo la señal de la cruz y me pidió que me fuera.
Decidimos abrirla. La madera cedió con tres golpes. Un aire pesado, apestoso, salió como un aliento viejo. Bajamos por una escalera de piedra húmeda. Las paredes estaban llenas de arañazos, marcas de uñas, incluso dientes incrustados.
Al fondo, una puerta de metal oxidada. El símbolo: un círculo con tres cruces invertidas, pintado con sangre humana.
Algo golpeó desde dentro. Tres veces.
El lugar fue precintado, pero a las 02:00 otro aviso. Mismo edificio. Piso contiguo.
En la cocina, un hombre colgado boca abajo, desollado de la cintura para arriba, las costillas abiertas como alas. La mujer, en el suelo, con el abdomen relleno de tierra negra y raíces.
La trampilla estaba otra vez abierta. Las huellas… humanas, pero con dedos larguísimos y afilados.
Me quedé de guardia. A las 01:59, el silencio pesaba como plomo. A las 02:00, tres golpes en la puerta del portal.
Bajé. El pomo estaba helado y temblaba, como si alguien respirara al otro lado. Una voz, junto a mi oído:
—No abras la puerta de abajo…
Me giré. Vacío.
Los golpes se repitieron, más fuertes. El pomo giró solo. Un líquido negro salió por la rendija, extendiéndose hacia mí. Una mano gris, con uñas como cuchillas, atravesó el hueco y me agarró la muñeca.
Disparé. Nada. Algo caliente subió por mi brazo.
—Ahora eres mío —susurró dentro de mi cabeza.
Desperté en el hospital, sin recordar cómo salí. Me dijeron que me encontraron dos calles más allá, cubierto de sangre que no era mía. La trampilla estaba tapiada… desde dentro.
Han pasado once noches. Cada madrugada, a las 02:00, escucho tres golpes en mi puerta. La voz grave me llama por mi nombre.
Anoche… abrí.
Hoy escribo esto desde mi salón. Mis manos se mueven solas. Hay un charco negro bajo mis pies.
No abras la puerta de abajo.
O hazlo.
Necesito compañía.
