
Gabriel Sarmiento: el influencer que denunció al Tren de Aragua… y fue ejecutado en directo
Gabriel Sarmiento no era periodista, pero investigaba. No llevaba placa, pero sabía a quiénes vigilar. No buscaba likes... buscaba justicia. Y por eso lo mataron. No en secreto. No a escondidas. Lo ejecutaron en directo, frente a su madre, y ante miles de espectadores que no podían hacer nada más que mirar.
A las 17:08 del 23 de junio de 2025, Gabriel encendió su cámara para hacer lo que hacía cada tarde: exponer. Denunciar. Ponerle voz a lo que otros no se atrevían a decir en voz alta. No sabía que estaba grabando su propia muerte.
No fue una transmisión más. Fue una sentencia. Y el mensaje era claro: en Venezuela, decir la verdad es un acto suicida.
Nacido y criado en Maracay, estado Aragua, Gabriel Jesús Sarmiento Rodríguez había aprendido pronto que la justicia no era igual para todos. Poco se sabe de su infancia, pero lo suficiente para entender que no creía en la neutralidad. Que la verdad no es un concepto sino una herramienta, y a veces, un arma. Tras una detención breve en la prisión de La Morita —por una acusación de acoso que él siempre calificó como un montaje para callarlo— decidió dejar de hablar en voz baja.
Era programador. Analista de ciberseguridad. Y un investigador autodidacta con más sentido de justicia que muchos jueces togados. En TikTok, donde se hacía llamar @unleacks, acumuló decenas de miles de seguidores. No por bailar. No por hacer chistes. Sino por atreverse a hacer lo que nadie hacía: denunciar directamente a bandas criminales, a funcionarios corruptos y a políticos intocables. Con nombres. Con datos. Con fechas.
Nombró lo innombrable. Dijo “Tren de Aragua”. Dijo “Niño Guerrero”. Y lo dijo muchas veces.
Gabriel no era ingenuo. Sabía que lo estaban vigilando. Lo reconocía en sus vídeos con una mezcla de resignación y desafío. “Si a mí me matan, ya saben quién fue”, dijo más de una vez. Y apuntó directo al corazón del poder criminal: la megabanda que domina Venezuela desde las sombras, con una estructura tan compleja y ramificada como una corporación internacional.

Gabriel se enfrentó a una organización que recluta niños, domina cárceles, infiltra instituciones y extorsiona gobiernos. Lo hizo El Tren de Aragua no es una banda callejera. Es un imperio del crimen. Nació dentro del penal de Tocorón, entre 2009 y 2013, y bajo el liderazgo de Héctor “Niño Guerrero”, se convirtió en un Estado paralelo. Controlan cárceles, rutas de narcotráfico, prostitución forzada, sicariato, tráfico de migrantes, extorsiones y territorios enteros dentro y fuera de Venezuela. Están en Colombia, Perú, Chile, Ecuador, Panamá, Brasil, España. Y su poder no se limita a las armas: también compran silencios. Dentro de las instituciones. En las fiscalías. En las comandancias.
Gabriel sabía todo esto. Y aun así, hablaba.
La tarde del 23 de junio, mientras transmitía en vivo desde su casa, denunció nuevamente los vínculos entre el crimen organizado y altos funcionarios del gobierno. Mencionó a Diosdado Cabello. Criticó la impunidad. Y pronunció la frase que heló la sangre de muchos:
—Hoy puede ser mi última transmisión.
Minutos después, los ruidos. Puerta. Gritos. Disparos.
Hombres armados irrumpieron en la casa. Lo acribillaron frente a su madre. Frente a la cámara. Frente a un público que no podía hacer nada. La transmisión se cortó bruscamente. Gabriel murió en el acto. Su madre, herida, sobrevivió para contar lo que nadie debería ver: la ejecución de su hijo por atreverse a hablar.
El crimen no fue un robo. No fue un ajuste entre bandas. Fue una ejecución quirúrgica, precisa, simbólica. Un asesinato político-criminal con mensaje: “Así mueren los que nos nombran.”
La respuesta pública fue inmediata. El video se filtró en otras redes. Las capturas circularon por WhatsApp. Venezuela se estremeció. La presión mediática obligó al gobierno a reaccionar. El fiscal general anunció la apertura de una investigación y, semanas después, se anunciaron las detenciones de cuatro implicados:
Gerald Rafael Nieto, alias Coropo, presunto autor material de los disparos.
Adrián Alejandro Romero Utrera, señalado como el cerebro logístico de la operación.
Wilbert Alexander González Urquiola, encargado de tareas de inteligencia y vigilancia previa.
Y Pierina Uribarri, pareja de un líder criminal, acusada de haber facilitado la ubicación exacta de Gabriel.
Los cargos: homicidio calificado, terrorismo, asociación para delinquir y homicidio frustrado contra la madre del influencer.
La investigación sigue abierta, pero todo apunta a un autor intelectual que nadie quiere enfrentar en voz alta: Niño Guerrero, el hombre que Gabriel nombró antes de morir. El líder del Tren. El prófugo más protegido del continente.
Y aún está libre desde su casa, con un móvil y una conexión inestable. Lo hizo solo. Lo hizo sabiendo que el precio era alto. Y lo pagó en directo.
La escena del crimen fue pública. El cadáver, mediático. El mensaje, inolvidable.
Gabriel Sarmiento no murió por un mal paso. Murió por decir la verdad. Y la verdad, en países dominados por el miedo, no se permite sin castigo.
Hoy su historia es más que un caso. Es una advertencia. Es una pregunta incómoda que todavía flota entre las ruinas digitales de su perfil:
¿Cuántos Gabriel más tienen que morir… para que empecemos a escuchar?
Epílogo sin justicia
En un país donde informar se ha vuelto un acto temerario y grabar es una sentencia, los valientes no reciben medallas: reciben balas.
Hoy su canal sigue activo, su cuenta suma seguidores, y su nombre se repite en titulares que él jamás habría escrito.
Mientras tanto, los que apretaron el gatillo siguen ahí. En las sombras. Mirando.
Que no se nos olvide: a Gabriel no lo mataron por lo que dijo.
Lo mataron por atreverse a decirlo en voz alta.
Y porque sabían que, al final, el silencio siempre tiene mejor prensa que la verdad.
Nos leemos en el próximo caso.
Mientras nos dejen.
Si quieres puedes escucharme:
