El misterio de Amelia Earhart

Cuando Amelia Mary Earhart abrió los ojos al mundo un 24 de julio de 1897 en Atchison, Kansas, apenas podía sospechar que aquella niña inquieta, capaz de desarmar un carrusel para averiguar cómo funcionaba, acabaría desafiando cielos, expectativas y conspiraciones. Su padre, Edwin, perdía y ganaba casas en su negocio de bienes raíces, y su madre, Amy, cultivaba con paciencia la curiosidad feroz de su hija mayor; juntas, la familia se movía de ciudad en ciudad, como si buscara el escenario perfecto para la chispa aventurera que ardía en Amelia. De pequeña, prefería trepar manzanos antes que jugar con muñecas y reía al descubrir que desmontar un juguete era más divertido que mantenerlo intacto.

 

Aquella inquietud le sirvió de brújula cuando, siendo adolescente, la tristeza intentó anclarla. La muerte prematura de su hermana Muriel golpeó fuerte, pero Amelia decidió que la vida no se medía en años vividos, sino en fronteras superadas: estudió ciencias en Chicago, corrió cross country con más entusiasmo que libertad, y durante la Primera Guerra Mundial, dejó su sello de compasión atendiendo soldados heridos en un hospital. En cada pasillo, sintió el vértigo de la responsabilidad y un deseo implacable de hacer algo que dejara huella.

 

Con apenas veinte años ingresó en la Universidad Estatal de Columbia para estudiar medicina, pero su corazón latía al ritmo de hélices, no de bisturíes. Tras un semestre, abandonó los apuntes y regresó a Kansas, consciente de que su historia no se escribiría entre las paredes de un aula. Su hermana Muriel, fiel confidente, y sus padres, eternos espectadores orgullosos, la animaron a encontrar su verdadera vocación. Esa vocación se presentó en Long Beach, California, en 1921, en forma de un biplano Kinner Airster amarillo con el que Amelia se enamoró a primera vista; al recibir su primer vuelo, supo que su destino sería volar.

 

Compró aquel “Canario volador” con los pocos ahorros que tenía y con el sudor de clases de vuelo. Mes a mes, rompió récords de altura y velocidad, y en 1928, cuando la invitaron a cruzar el Atlántico —aunque sólo como pasajera— aceptó sin titubear: el vuelo duró dieciséis horas y, al pisar tierra firme, la prensa la alzó a los cielos de la fama. Pero a Amelia no le bastaba ser la cara en las portadas; al año siguiente, decidió hacerlo de verdad: despegó sola de Nueva York rumbo a Irlanda, con el viento convertido en aliado y el océano en un espejo monstruoso. Cuando, tras quince horas de vuelo, divisó la costa europea, se convirtió en la primera mujer en realizar ese hazaña sin acompañante, y el mundo supo que su determinación podía contra cualquier pronóstico.

En medio de récords y reconocimientos, su vida sentimental fue un carrusel: un breve romance con el mecánico Frank Hawks quedó en anécdota, y en 1931 conoció a George P. Putnam, el editor que promocionaba sus vuelos. No hubo flores ni vestido blanco en su boda de Año Nuevo; en su lugar, Amelia vistió pantalones de vuelo y se casó con la misma intensidad con la que se lanzó a los aires. Aquella unión —más compañera que protocolaria— potenció su libertad; lejos de renunciar a sus misiones, encontró en Putnam a un cómplice dispuesto a empujarla hacia retos cada vez mayores.

Cuando su nombre llenó estadios y portadas, Amelia Sintió que el cielo se quedaba estrecho, así que en 1937 propuso la vuelta al mundo en avión, un proyecto que parecía sacado de una novela de aventuras: con un Lockheed Electra reluciente y un equipo de apoyo dispuesto en cada escala, partió de Miami el 1 de junio, dispuesta a trazar un círculo de valentía alrededor del planeta. Sudamérica, África, India y Sumatra fueron testigos de su precisión y temple; cada aterrizaje era una ovación, cada despegue un canto a la audacia.

 

Y entonces llegó el 2 de julio, la jornada fatídica en que Amelia y su navegador Fred Noonan se lanzaron a cruzar los 2.500 kilómetros que separan Lae, en Papúa Nueva Guinea, de la diminuta isla Howland. A media travesía, el Electra dejó de enviar señales: “Debemos estar sobre ti pero no podemos verte…” fue el último eco que salió de su radio, un mensaje cargado de esperanza y urgencia. El océano, inmenso y guardián de secretos, silenció la respuesta.

Lo que vino después se llama misterio, una red infinita de hipótesis tejidas por quienes no podían aceptar que el gran círculo de su vida se cerrara con un final tan abrupto. Dicen que el avión —o lo que quedara de él— se hundió en el abismo, que Amelia y Fred hundieron sus sueños en aguas frías; otros aseguran que la pareja sobrevivió en una isla remota, capturada luego por japoneses; hay quien susurra que ella, siempre astuta, trabajaba encubierta para la Marina de los Estados Unidos, y que su desaparición fue un sabotaje deliberado. Ninguna de esas historias ha reunido pruebas irrefutables, y cada nuevo hallazgo —un fragmento de fuselaje, un resto de combustible— abre tantas preguntas como cierra esperanzas.

 

Hoy, cuando contamos su historia, no buscamos un epitafio, sino una llama que siga encendida. Amelia Earhart no encontró una tumba, sino una eternidad: cada vez que alguien mira al cielo y sueña con volar, le otorga alas. Su ausencia, más que un punto final, es una invitación: seguir buscando, seguir imaginando lo imposible, creer que más allá del horizonte hay un reto esperando.

 

A continuación, examinaremos las principales teorías y especulaciones que, tras la desaparición de Amelia Earhart en julio de 1937, alimentaron el debate tanto en la comunidad científica como en la opinión pública:

 

  1. Consenso científico oficial: “colisión e inmersion” por falta de combustible
    Desde el principio, la investigación del gobierno de EE. UU. —liderada por la Guardia Costera y la Marina— concluyó que Earhart y Noonan sencillamente agotaron su combustible y cayeron al océano tras perder contacto con la estación de Howland Island. Las embarcaciones Itasca y Colorado peinaron más de un cuarto de millón de millas cuadradas sin hallar ni rastro de la Electra, lo que reforzó la hipótesis de un “colisión e inmersiom” por error de navegación y falta de combustible Smithsonian MagazineWikipedia.
  2. Teorías alternativas y rumores de espionaje o captura
    Desde los primeros meses tras la desaparición, circularon versiones que la aviadora pudo haber sido capturada por las autoridades japonesas para interrogarla como presunta espía. Un artículo de octubre de 1937 en el diario australiano Smith’s Weekly sugirió que Washington aprovechó la búsqueda para sondear bases japonesas en el Pacífico, dando origen a la leyenda de un supuesto “espionaje” aeronáutico Amelia Earhart: The Truth at LastHistory.
  3. Reacción del público y de la prensa
    La sociedad de finales de los años treinta veía a Earhart como una heroína y pionera de la aviación: su desaparición desató una ola de solidaridad masiva, con estampas, estampillas conmemorativas y campañas de recogida de fondos para la búsqueda. Al mismo tiempo, las emisoras AM y los grandes rotativos difundían cada nueva “pista” —desde señales de radio supuestamente interceptadas hasta testimonios de pescadores— alimentando el misterio y la fascinación popular The Library of CongressPeople.

     

    En suma, mientras los científicos oficiales se inclinaban por un accidente en alta mar, la gente y la prensa de la época mantenían viva la esperanza con teorías de todo tipo: que habría logrado un aterrizaje de fortuna, que fue retenida en secreto o incluso que sobrevivió un tiempo como náufraga en alguna isla del Pacífico.

Así cerramos el capítulo de Amelia Earhart… al menos por ahora. Si crees que falta alguna pieza clave, compártela en los comentarios. Y no te pierdas nuestra versión en audio, disponible en iVoox y Spotify: otro formato para sumergirte en este enigma histórico. En la próxima entrega, exploraremos un nuevo misterio que pondrá a prueba tus teorías. ¡Nos escuchamos pronto!

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