La enfermera del ala cerrada

Cada noche, justo a las 23:17, el pasillo del ala 5 de un Hospital antiguo despertaba de su letargo. Un chirrido metálico recorría los veintiún metros de linóleo agrietado, como si un ataúd oxidado se deslizara imperceptible entre las habitaciones clausuradas. La puerta de acero, sellada con seis candados y cintas amarillas de “Zona Prohibida”, no era obstáculo alguno para aquel sonido. Nadie, desde hacía más de una década, había osado adentrarse en ese corredor… excepto Laura Martínez.

Laura, de veintidós años y recién titulada auxiliar de enfermería, escuchó por primera vez la historia del ala 5 el mismo día que tomó posesión de su uniforme. La enfermera veterana, con cejas fruncidas y voz áspera, la amonestó:
—Ni se te ocurra acercarte a esa ala, chiquilla. Serrano, la enfermera de entonces, hacía rondas allí, y de pronto desapareció… junto con varias historias de pacientes que se apagaron sin diagnóstico.

Aquella advertencia caló en Laura como un hierbabuena amarga, pero su curiosidad –esa chispa que convierte lo cotidiano en relato– no tardó en incendiarse. La primera noche de guardia en el ala 3, mientras fregaba el suelo, el chirrido la arrancó de sus pensamientos. El sonido era irregular, un lamento oxidado que helaba la sangre. Con el corazón martillando en el pecho, se acercó a la pequeña ventanilla de la puerta doble que separaba el ala 3 del ala 5. Entre la niebla de vapor y la suciedad, distinguió un resplandor pálido: la silueta de una enfermera con la cofia marchita y la falda ceñida, empujando un carro repleto de jeringuillas y frascos sin etiqueta.

Un escalofrío la detuvo. Sabía que hacía años no habría enfermera alguna allí, que el cuerpo de Serrano jamás apareció y que los médicos se negaban a hablar del tema tras el cierre. Sin embargo, cuando la puerta cedió bajo su empujón tembloroso, el aroma a formol rancio y café derramado hace lustros la envolvió como un sudario. El pasillo parecía un túnel hacia el pasado, cada bombilla parpadeando en sincronía con su respiración.

Avanzó, arrastrando los pies. El carro la siguió, haciendo crujir las ruedas, como si un pulso mecánico lo animara. Ante una última puerta entreabierta, la figura se detuvo. Laura reunió el valor para girar el pomo oxidado. Al abrirse, el fulgor de una luz mortecina reveló una habitación vacía: la cama estaba tendida con sábanas que guardaban manchas indescifrables, y en un rincón, un espejo antiguo despedía destellos anaranjados.

La enfermera se quitó la cofia, dejando al descubierto un cabello ceniciento. Se giró con una lentitud antinatural y sus ojos, huecos y sin pupilas, se posaron sobre Laura. Una voz metálica, como arañazos en una pizarra, susurró:
—Hora de administrar… tu dosis.

El aire se densificó. De un gotero colgaban burbujas negras, idénticas a diminutas manchas de tinta suspendidas en el vacío. Con cada gota que caía, el salón retumbaba con el latido de un tambor invisible. Laura alargó la mano, con la piel erizada, y sintió un calor glacial que subía por su brazo. De pronto, un crujido seco: el carro volcó, y las jeringuillas rebotaron contra las paredes. Una carcajada –la risa inhumana de Serrano– resonó, inundándolo todo de terror.

En un instante, Laura cayó de rodillas, la bata manchada de un líquido tan oscuro como sus miedos. El pasillo quedo en silencio absoluto. Cuando la encontraron a la mañana siguiente, temblando y murmurando “lo vi… era ella”, el ala 5 ya no tenía ni sonido ni espectro: solo un eco fantasmal que nadie conseguía olvidar.

Desde esa noche, Laura cambió de turno. A veces, por los altavoces de seguridad, los guardias captan un leve crujido a las 23:17. Y aseguran que, si uno presta atención y afina el oído, todavía puede oírse el carro: un lamento oxidado que recorre la oscuridad, esperando un nuevo turno para regresar.

 

“Esta historia es una obra de ficción. Cualquier parecido con hechos, lugares o personajes reales es pura coincidencia.”

 

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios